Extenuación.
Categorías:
Tétrico (Oscuros) y Corto (Dimensiones).
Este cuento pertenece al libro: Fenómenos del poblado.
Toda una vida huyendo, se había convertido en un forajido extraordinario. Podía pasar un tiempo aparentando la normalidad en algún pueblo, para luego desaparecer sin dejar rastro, como si hubiera sido un fantasma, quedándose solo en las ideas vagas. ¿Qué fue de aquel sujeto que nadie conocía, y que se les unió para volver a exiliarse repentinamente?
Llevaba muchos años haciendo las mismas artimañas, se inventaba una historia distinta en cada localidad a la que iba. Solían brindarle ayuda, era muy bueno para convencer y saber cómo ganarse a la gente, se comportaba muy agradecido, siempre humilde y servicial con los que le ofrecían su apoyo, sacrificándose por el bien ajeno a pesar de sus penurias, eso les causaba pena a los demás pobladores y lo adoptaban más fácilmente en su seno. Todo para que al final, así como había ingresado a sus corazones y casas, se esfumara como el humo de una colilla, a la vista de todos, sin saber que sucedió o en donde se encontraba, dejando únicamente rastros esporádicos en la memoria de los individuos.
Nadie sabía que esas estrategias eran muy antiguas. Era muy listo para evitar el mismo pueblo y para no cruzarse con otros que lo pudieran reconocer, rehuía a los comerciantes y viajantes que fueran capaces de encontrarlo en otros lados. Con quienes más relación mantenía, era con aquellos que estuvieran siempre en sus hogares, pues rara vez salían y los consideraba más simples, tanto en sus deseos como en los gustos, aumentando sus probabilidades de no ser descubierto.
No realizaba ningún problema en las localidades a las que iba, su deseo no era dañar a nadie, al contrario, quería formar parte de un grupo, pertenecer a algo y crecer con los suyos, pero siempre había un obstáculo que se lo impedía, obligándolo a marcharse con el alma destrozada, sufriendo enormemente por dentro y con una desesperación que pesaba más que toda su carga material.
En la madrugada, justo cuando el poblado estaba más tranquilo, salía del sitio donde pasaba las noches y caminaba en las sombras con el chiflido gélido de las calles como su única compañía. Varias ocasiones se tenía que guiar por la luna, pues no seguía senderos establecidos ni iluminados, sino que iba en la dirección del reflejo de aquel astro, sin ningún destino particular al que llegar. Durante horas, hasta que el sol salía y todavía después, su peregrinación parecía no tener fin. Comía lo que se había llevado, pasaba hambre y desgaste físico. Era mayor su sufrimiento interno, tan fuerte que no le quedaba más remedio que salir de aquel lugar que lo había arropado y cobijado, una y otra vez, en un ciclo que parecía no terminar jamás.
Hasta que una vez llegó a una pequeña localidad a orillas de un gran río que atravesó nadando, ahí perdió muchos de sus víveres. Ingresó a la comunidad y fue a mendigar para poder almorzar. El frío le calaba hasta los huesos.
Los primeros días siempre eran lo mismo: pasar mucha hambre, pedir alimentos a los transeúntes y realizar pequeños trabajos que nadie le pedía. Hasta que, con el tiempo, se empezaba a ganar la confianza de los demás, por medio de sus ideas y conversaciones, además de su buena disposición para con los otros. Cuando la gente se daba cuenta de que era un alma noble, le brindaban otra vez una oportunidad, sin saber que otras aldeas ya habían hecho esa misma actividad.
Le llamaron Jaime porque así lo pidió, pero su nombre era inventado. A veces cuidaba gallinas o ayudaba a los mayores a cruzar charcos y caminos peligrosos con piedras resbalosas. Algunas ancianas le ofrecían cobijo, otros le convivían de sus alimentos. Parecía un adepto del pueblo, un ángel humilde y precario enviado para fortalecer los lazos entre las personas, siempre brindándoles sentimientos de caridad y solidaridad.
Pasados los meses, o incluso años, se cansaba del lugar en el que estaba, esta vez no fue la excepción. La depresión lo carcomía y lo obligaba a marcharse, a seguir buscando otro lugar en donde pudiera encajar, de por fin ser parte de la comunidad y no una especie de mascota a la que le tuvieran lástima, aunque no lo trataran de esa forma, así se sentía.
Se preparó para salir. Lo ideaba, juntaba pequeñas latas de comida y bebida para su trayecto, planeando los lugares por los que se escabulliría para terminar con las calles por detrás. Había llegado la noche esperada, cruzaría el río en otra dirección, hacia el mar, caminaría un par de días sin rumbo fijo, hasta llegar a algo que le mostrara indicios de población.
Al llegar a la corriente de agua, divisó una especie de buque muy extraño, no lo había visto jamás, lo curioso es que estaba a simple vista, todos los días su mirada recorría la ribera y no se percibía rastro de ningún tipo de navío. Debió haber llegado esa misma noche, pues de otro modo lo habría descubierto. Se acercó cautelosamente, era todavía más raro cuando se aproximaba, de un color blanco, parecía una especie de barco de papel gigante, lo suficientemente grande como para subirse. Lo rodeó desde el borde y comprobó que no había nadie, se trepó torpemente debido al frío. Dentro no había nada. Se sentía muy suave al tacto, como si estuviera hecho de un material fino, no de madera ni acero, sino de una especie de cartón resistente que no permitía tocar el agua.
Sin darse cuenta, en su arrebato por subir, lo había empujado y ahora navegaba lenta e involuntariamente, su intensión no había sido la de llevárselo ni robarlo, eso le desagradaba. Estaba en un dilema, no sabía si seguir el ritmo de la corriente y ver a donde lo llevaba el destino, o bajarse y tratar de regresar el barco a su lugar, evidentemente lo segundo no lo podría hacer, sufriría de una hipotermia si se lanzaba al agua, suponiendo que no se le paralizaran los músculos con el frío y se ahogara.
Ya encontraría una solución después, lo mejor sería seguir con el trayecto del barco, para dejarlo varado y que los dueños lo fueran a buscar. Esperaba que lo tomaran como un accidente y que nadie fuera el responsable de un acto rebelde, pues fue un error causado por mera curiosidad.
Vaya que era extraño aquel navío. Se sentía como un soldadito de juguete en un barco de papel, contemplando el ambiente helado y la oscuridad. La brisa comenzaba a aumentar y con ello la neblina.
A lo lejos percibió a unas personas acercándose, eran del pueblo, tres en total. Venían caminando a prisa hacia donde se encontraba, ya no podía ocultarse, sin duda supondrían que él embarcó y lo considerarían un ladrón. Los había visto antes, le ayudaron a subsistir. Esperaba que lo compadecieran y que sus intenciones fueran las de evitar que naufragara a esas horas, al menos eso era lo que quería creer.
Quiso explicar la situación, pero se detuvo en cuanto notó que llegaron al borde del río. Lo observaban fijamente, eran como sombras proyectadas que no pertenecían a ese lugar, quietos y en silencio, solo viendo. Le dio miedo y quedó mudo. Continuaron siguiéndolo, al ritmo del viento, con las miradas penetrantes.
No volvería jamás a ese sitio, ni escaparía nuevamente de algún pueblo, algunos parecen que no son habitados por personas, al menos esa era la impresión que le causaban esos tres espectros ahí detenidos, pidiéndole con las miradas que regresara y formara parte de ellos, que se uniera al pueblo y se dejara llevar a un sitio mejor, bajándose del barco y permitiendo por fin ser parte del grupo.
¡Nunca!
No, ¡todavía no! Seguirá en su viaje, a donde sea que vaya, ese barco de papel será suyo y lo usará como recurso de vida, se convertirá en pescador y comerciante, formará una familia en el próximo pueblo al que vaya. Sabe que nunca regresará con ellos, no importa lo cansado que se encuentre o lo lastimada que esté su vida, aún tiene fuerzas para continuar luchando y no se bajará a las frías aguas del río, a pesar de la extenuación.
Sus ojos se sentían cansados, pero su espíritu inquebrantable.
Se alejó de los tres personajes, podría haber jurado que ya no estaban en el borde del río, sino en sus adentros, flotando… pidiendo que no se vaya, sin decir palabra alguna.