Mis cachorros.
Categorías:
Crudo (Oscuros) y Largo (Dimensiones).
Este cuento pertenece al libro: Susurros de muerte.
Lo único que quería era un lugar donde cuidar de mis crías, mis tres pequeños eran todo lo que me preocupaba.
Caminamos la tarde entera, buscando un refugio que parecía no llegar. Nos alejamos del minúsculo poblado que nos veía extrañado, como a un grupo de nómadas que no pertenecían a ese entorno. Yo lo entendía a la perfección, no éramos bienvenidos.
Seguimos avanzando a la par del riachuelo. Más lejos tendría que haber una pequeña zona turística donde pasar la noche, descansar y, al siguiente día, continuar nuestra procesión.
Las casas rurales cada vez eran menos, la gente ya no nos vigilaba como a un rebaño peligroso. Pensaba en quedarme a descansar en alguno de esos recintos que se veían abandonados, pero no me animaba a exponer a mis pequeños en un entorno imprevisible.
Observaba las calles vacías, casi a oscuras. Era tan fácil incorporarse en una de ellas y buscar un refugio para esa noche próxima. Nos encontrábamos muy cansados, la más pequeña de mis criaturas tenía fiebre y necesitaba relajarse. Si hubiera ido yo sola, seguramente me habría enfrentado al problema, escondiéndome en algún sitio, sin embargo, mis hijos son prioridad.
Se me antojaban tan acogedores aquellos baldíos y sitios destruidos, como si fueran un hogar accesible. Estaba exhausta, llevaba toda la tarde caminando y era el segundo pueblo por el que cruzábamos. Todavía faltaba para la ciudad y luego ir al médico o con alguien que me pudiera ayudar con mi pequeña.
Casi cedí a mis impulsos cuando vislumbré una casa muy grande y hermosa, tenía una reja que podía pasar sin mucho problema, no me parecía que estuviera habitada. Era perfecta para franquear la noche de las miradas indiscretas. Un simple vistazo a mis vástagos me sirvió para continuar nuestro tortuoso camino. Iban tan cansados y desanimados que no parecían niños, sino unos pequeños adultos acabados en un día muy pesado.
Me acerqué a ellos y con unas fuerzas que no sabía que tenía, me puse a jugar entre los aullidos y ladridos de los animales a la distancia que merodeaban por las calles. Agradecí no haberme quedado a la intemperie, aunque es posible que, si hubiéramos ingresado a aquella casa, estuviésemos más seguros.
Volteé a ver la morada, una perra nos vigilaba desde el interior, con sus pequeños cachorros caminando sin rumbo fijo, se parecía tanto a mí. Por un momento me sentí como aquella criatura, me imaginaba que me daba consuelo y energías para continuar. Parecía que las madres pudiéramos comunicarnos a distancia de alguna manera, al comprender nuestra situación, sin importar la especie. Se mostraba alerta, celosa y preocupada. Jamás había sentido una conexión tan íntima con un animal, creí que era una forma de invitación a quedarme con ella y acompañarla en la fría noche.
Solo que no podía, mi destino era seguir con los míos: aquellos chiquillos que andaban tímidamente junto al arroyo. Me fijé por última vez en aquella perra, seguía observándome con ojos lastimosos, mientras sus hijos caminaban buscando lactar. Me sentí dolida y lastimada, pero agradecida de que ella no tuviera que sufrir mi martirio.
Me imaginaba en su posición, como si mis hijos fueran sus cachorros que me buscaban para poder vivir, tan dependientes y frágiles, incapaces de valerse por sí mismos. Tanto que hacemos las madres para que los pequeños puedan salir adelante.
El agua corría a gran velocidad, mis críos querían meterse, pero no los dejaba, pues no estábamos para distracciones. Pronto estaría totalmente oscuro y nos sería más difícil seguir por el pequeño bosque que colinda con el riachuelo.
Sorteábamos las rocas, ellos de vez en cuando se subían a alguna y se bajaban desganados, como si quisieran seguir siendo niños, pero tuvieran el recuerdo de que no está permitido divertirse. Me destrozaba el corazón verlos así.
Llevaba a la menor en mis brazos, así que aproveché para entretener a los otros dos. Me subí a un pedernal y me dejé caer como si fuera una resbaladilla, eso los motivó un poco y me imitaron, con unas risas tan apagadas que no parecían venir de ellos.
Fui haciendo movimientos errantes, fingiendo que el camino no tenía orden, andando sin un aparente objetivo claro. A pesar de mi preocupación inminente, dejaba que ellos se divirtieran con algo absurdo que no le hacía daño a nadie.
Me seguían los pasos, riendo calmadamente, tratando de igualarme en aquella travesía inconexa. De vez en cuando la brisa me llegaba de lleno, pues caminaba muy cerca del arroyo, no sabía si aquella humedad fría me serviría para bajarle la fiebre a mi pequeña, o si le causaba más daño. La protegí, con mi frazada, para que no se cubriera con aquella especie de escarcha fría, mezclada con el viento, que nos golpeaba de frente. Ella dormía de forma placida, despreocupada de la vida, pero sufriendo en su interior por una enfermedad que no quería irse, ni dejarla tranquila.
Podría jurar que se me salieron las lágrimas, afortunadamente me encontraba humectada por las gotas del arroyo, así que mis otros hijos no podían ver el sufrimiento de su mamá.
Me habría sido de mucha ayuda su padre, pero se encontraba en la ciudad, esperándome para llevarnos a un sitio seguro. Él no podía hacer gran cosa, estaba trabajando en aquel sitio y no pudo ir por nosotros. Lo bueno es que sabía en dónde encontrarnos, aunque todavía teníamos que caminar por otra tormentosa hora.
Aproximadamente llegaríamos cuando el balneario estuviera cerrado, mi esposo se encargaría de permitirnos el acceso de manera clandestina para llegar más rápido a la civilización. Incluso me había dicho que podíamos tener algunos beneficios de los baños si corríamos con suerte.
Habíamos dejado atrás el pequeño poblado, ya no había rastros de la zona habitada. Solo estábamos mis pequeños y yo. Me sentía tan expuesta, pero no había de otra.
Una persona caminaba desde el otro sentido, se trataba de un campesino, probablemente iba de regreso a su casa para descansar. No podía dejar de verlo, me encontraba protegiendo a los míos, aunque no sabía bien que podía hacer si a él se le ocurría lo peor. Para mi agrado, pasó de largo, sin dirigirnos la palabra ni voltearnos la mirada. Una vez que se quedó lejos, volteé para corroborar que no hubiera peligro, ya no estaba en las cercanías. Mis hijos jugaban a tocar la brisa que salía despedida de las rocas cuando la corriente las golpeaba. No percibían el peligro, tan solo eran unos niños. Agradecí en silencio que no pasara ningún inconveniente.
Seguí haciendo trayectos incongruentes para el divertir de mis ya fatigados descendientes, que subían torpemente a las piedras y se aventaban. Me preocupaba que resbalaran y cayeran al arroyo, afortunadamente sabían nadar, pero con aquella corriente lo peor era que se golpearan contra una piedra. Prefería aquel peligro latente que seguir viéndolos cabizbajos, como si no disfrutaran de la vida.
Oh, ¿cuánto faltaba para poder llegar?, ya llevábamos más de seis horas caminando sin descansar. Estaba cansada, muy exhausta, pero debía seguir el trayecto, no había de otra.
Veía las rocas cercanas al arroyo y pensaba: ¿Podría acurrucarme junto a ellas y dormir un poco, pasar la noche y continuar al siguiente día? No. Simplemente era una mala idea, me encontraba desesperada. Me debatía sobre lo que tenía que hacer, si seguir andando a pesar del enorme esfuerzo y el clima frío y oscuro, o buscar un lugar para refugiarme y que mis hijos no sintieran el agotamiento y enfermaran. Esa era la cuestión, arriesgaba a mis otros dos pequeños por mi hija menor.
Sin duda su papá me estaba esperando, ya debía de ser la hora de cerrar de aquel balneario. Se preocuparía mucho si supiera que no hemos llegado, nos vendría a buscar. Habíamos quedado en vernos fuera de aquel lugar. Ojalá tuviera un celular o móvil de esos para poder comunicarme con él, pero no contábamos con los recursos ni con la capacidad para manejar uno de esos aparatos.
Hubiera dado todo para poder proteger a mis descendientes y evitarles aquella fatídica noche, pero simplemente no podía, no tenía aquella posibilidad. Lo único que bullía en mí era la desesperación, preocupación y mucho miedo, no por mí, sino por ellos, de que algo les pudiera pasar o de que mi pequeña sufriera más de lo debido.
No sabría decir, hace cuando tiempo, vi a aquella perra con sus cachorros. Sentía como si me acompañara, imaginaba que yo era ella, caminando a cuatro patas con sus dos pequeños siguiéndola por instinto, a expensas de la ayuda externa, incapaces de cuidarnos nosotros mismos.
Era una imagen lamentable y conmovedora al mismo tiempo, en ese instante no se me figuraba tan irreal. Bien pudimos haber sido una canina con sus retoños buscando un refugio en la ciudad: la ayuda de los humanos. Nadie lo habría notado en aquellas circunstancias. Andando lenta y constantemente a orillas del arroyo, casi totalmente a oscuras, solo el apoyo de una muy leve luz lunar, apenas nos permitía orientarnos sin caer en las fauces de la corriente.
Muy lejos de mi posición pude ver una tenue iluminación, nos acercábamos a una construcción, aunque todavía teníamos que caminar cerca de veinte minutos para llegar. Me agarré de una fortaleza interior que ya hacía extinta, empecé a andar con más determinación, rodeando las piedras con pericia y sin jugar. Mis hijos iban junto a mí, habían dejado de divertirse con nuestro caminar errante, se quejaban de que les dolían los pies y sufrían cansancio, querían meterse al arroyo a nadar un rato, pero no se los permitía, a pesar de sus lamentos.
Así estuvimos el resto del viaje, ya teníamos cerca de siete horas de trayecto. Hace poco más de cuarenta minutos vimos a aquella perra con sus hijos, yo todavía me sentía como si fuera ella.
Cuando alcanzamos la pequeña construcción, decidimos aguardar antes de cruzar el puente, mi esposo llegaría en cualquier momento y nos llevaría a un lugar para descansar con seguridad, sin duda, sería mejor que si nos hubiéramos quedado en alguna casa abandonada, o entre las rocas frías aledañas al arroyo.
Nos sentamos en una gran piedra desde la que podíamos vigilar la entrada al recinto, me parecía sorprendente que las personas tomaran ese lugar como un sitio turístico, cuando lo único que hacían era usar los recursos naturales para los caprichos de aquellos que lo tienen todo, y no sufren con las dolencias como nosotros. Injusticias de la vida, pero una tiene que luchar por los suyos para poder seguir adelante, a pesar de todos los obstáculos que se encuentren en el camino.
Del otro lado del arroyo se podía ver una especie de bodega rudimentaria, aparentaba estar construida por pedruscos sobrepuestos, aunque estaba claro que era más resistente que eso, simplemente se trataban de detalles superficiales para coincidir con el ambiente natural.
Mis hijos me preguntaban constantemente por su papá, yo perdía los estribos, me comenzaba a desesperar. Tal vez había llegado muy temprano, apenas nos iluminaba aquel farol de la lúgubre pared. Me quedé viendo lo que me rodeaba, no había más que una simple puerta para cruzar hacia el balneario, pensé en hacerlo, pero me metería en problemas. También se encontraba una regadera en uno de los extremos, podría llevar a bañar a mi pequeña para bajarle la fiebre.
Justo debajo de la roca en la que descansábamos, el agua no era tan profunda y se hacía una especie de cloaca superficial, era perfecto para que los niños se metieran sin problemas. Les dije que podían ingresar a esa pequeña alberca, pero que no se fueran de ahí. Gustosos me hicieron caso, no les importó el frío del tiempo ni la fatiga, tan solo querían unos momentos para ellos después de todo lo que habían sufrido. Se desvistieron y arrojaron sus prendas en el peñasco, bajando ágilmente hasta aquella corriente: «mira mamá, hay peces», aquellas fueron las dulces palabras que me dijeron, eso calentó mi corazón.
Doblé sus ropas para que no se volaran con el viento, bajé junto a ellos que se divertían en aquel manantial frío. Saliendo tendría que bañarlos con agua del balneario, esperaba que estuviera caliente, sospechaba que sí, debido al prestigio y glamur del lugar.
Me arrodillé y comencé a rociarle agua con mi mano en la cabeza de mi pobre hijita. Ella despertó con una cara de molestia, estaba claro que no le gustaba, aunque eso la ayudaría. Empezó a llorar, así que le permití que se uniera a sus hermanos, encantada bajó cautelosamente con ellos y se unió al festejo.
Yo los cuidaba desde la orilla, con el rocío golpeando mis pies, podía haber pasado toda la noche nutriéndome de sus sonrisas y despreocupaciones, pero no podía, tan solo era algo momentáneo porque se podrían enfermar con el clima. Me preguntaba si su padre conseguiría ayudarnos con toallas, sabía que el balneario tenía varias, así que confiaba en ello.
Finalmente vi una silueta aparecer por aquella puerta, desde el interior se asomaba el resplandor del recinto turístico. Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la intensidad de la luz. No se trataba de mi esposo, era una joven pareja que reía y caminaba calmadamente en trajes de baño. Evidentemente no nos habían visto, ni siquiera prestaban la mínima atención a su alrededor, ¿por qué lo harían?, no tenían preocupaciones, tan solo eran dos personas que comenzaban su vida adulta.
Sentía una especie de pena y envidia por aquellos enamorados que se bañaban en la regadera, creyendo que nadie los veía. Yo seguía ahí debajo, contemplando todo el recinto desde las sombras, como una vigilante que cuida a sus hijos y a los demás sin siquiera moverse.
Dejaron sus toallas colgadas, pensé en escabullirme y tomarlas, o incluso pedirles que me las prestaran, pero tal vez les daría miedo la indígena que no pertenece a su mundo.
Deprimida me quedé en mi lugar, contemplando la bella y lejana vida de ese par, mientras mis hijos chapoteaban en el agua, tratando de conseguir algún pez. No podían escuchar sus risas, pues el arroyo ahogaba todo el ruido.
Creí ver vapor saliendo de la regadera, en efecto, era agua caliente. Me alegré al instante, solo hacía falta que se fueran, para ir a bañar a los críos y quitarles el frío que se estaba robando sus energías de pescadores.
Una tercera persona salió por aquella puerta, no se trataba de mi esposo tampoco, sino un señor vestido como trabajador y con un trapeador. Se dirigió hacia la alegre pareja que se besaba a la intemperie con sus trajes de baños, libres de preocupaciones. Al parecer les dijo algo, pues, después de dejar su instrumento de limpieza en una cubeta, los jóvenes salieron y se secaron torpemente, para después perderse nuevamente dentro del balneario.
Lamentablemente se habían ido envueltos en sus toallas, así que no podía usarlas. No importaba tanto, aunque fueran un poco mojados, los niños podrían pasar unos momentos calentitos antes de que el frío les arrebatara ese pequeño lujo.
Por fin el señor de la limpieza se dignó alejarse con su trapeador, después de haber arreglado el tiradero de agua que dejaron los jóvenes a su paso. Seguramente era la hora de cerrar, pues apagó la luz y emparejó la puerta, solo una leve abertura permitía el escape de la iluminación interior.
Llamé a mis hijos, ellos salieron temblando. Me pareció muy cruel que los tres fueran juntos conmigo, así que tomé a la niña y me la llevé cargando, le pedí a los otros dos que se quedaran esperando mi regreso en el arroyo. Mi idea era dejarla bañándose y regresar por ellos, para que todos pudieran hacer uso de la regadera, antes de que volviera aquel señor, por algo no había cerrado la puerta.
Crucé por el puente que hacía ruido cada vez que lo pisaba, como si se quejara de mi presencia, por medio de los crujidos de la madera al recuperar su tamaño con el frío de la oscuridad.
Abrí la llave, temerosa de ser descubierta. Le quité toda la ropa a mi hija, exprimiéndola mientras ella se relajaba en aquella bendición de agua caliente.
Vi que la luz aumentaba, tenía un miedo terrible de que fuera el velador o el de la limpieza. No podía cerrar la regadera, mi pequeña sufriría un frío terrible si hacía eso. Me moví a lo más alejado posible para que no distinguieran nuestra presencia, deseando que no escucharan el caer del agua.
Para mi sorpresa, se trataba de mi marido, corrí hacia él y le di un fuerte abrazo y un beso, incluso se me salieron las lágrimas. Titiritaba de emoción y nerviosismo, no sabía cómo me sentía, pero le agradecía enormemente su presencia. Me consoló con frases bonitas y apretones calurosos, que me quitaron la impresión de soledad que me daba aquella noche fría.
Me preguntó si tenía toallas, le dije que no, así que me aseguró que regresaría por unas. Él escuchó unos ruidos a lo lejos, le comenté que se trataban de sus hijos jugando en el riachuelo. «Tan felices aún en situaciones adversas, eso es lo que amo de esta familia». Me plantó otro beso y se fue con una promesa.
Me quedé impaciente esperando su regreso. La pequeña bostezaba de sueño, ya no tenía frío. Sus hermanos se habían quedado esperándome en las heladas aguas, eran unos niños muy fuertes, que aguantaban esos problemas tan bien como sus padres.
Regresó mi esposo con un bonche de toallas, no sabía de donde las había sacado ni me interesaba. Fui por mis dos hijos para llevarlos a la regadera mientras su papá secaba y cuidaba a la menor. Cuando volví, me di cuenta de que no estaban ellos dos solos, había una tercera persona, mi cónyuge discutía con el extraño. Al acercarme lo suficiente, me di cuenta de que le pedía su ayuda para poder usar la regadera, pues nuestra hija tenía fiebre e íbamos a ir a una casa a cuidarla.
Al parecer era muy difícil convencerlo. Había prendido la luz y eso nos exponía a todos, a las miradas de los que no nos quieren y nos alejan de los cuidados básicos, negándonos su ayuda.
Me volví a sentir como aquella perra con sus cachorros, a expensas de los afortunados, deseando las sobras para poder sobrevivir.
Si no hubiera sido por mis dos hijos titiritando junto a mí, restregándose en mi cuerpo, buscando un poco del calor de mamá; seguramente habría estallado en llanto sin dilación. La vida no podía ser más cruel e injusta con nuestra familia.
—Mire, lo siento mucho, no puedo permitir eso, me despedirían. Ya está cerrado el balneario, no deberían de estar aquí. Regresen por donde vinieron, pero no pueden estar aquí —reclamaba el extraño.
—Por favor, nuestra hija tiene fiebre, se lo suplico. Le pagaré, haré lo que me pida, es todo lo que necesitamos, un poco de calor de la regadera y salir a la ciudad. Nadie nos verá, seremos rápidos. Por favor, piense en nosotros, en mi pequeña que está sufriendo —suplicaba mi esposo.
—En realidad lo lamento, no se puede, si me ven, perderé mi trabajo. Piense en mí. Le recomiendo volver por donde vinieron.
La discusión se había enrollado sin un fin aparente, tan solo se repetían los argumentos: buscando el corazón del señor de la limpieza y las políticas absurdas que quería cumplir ese trabajador, aquellas que carecían de humanidad.
Le pedí a mi esposo que nos fuéramos, él no lo quería aceptar, estaba a punto de golpear de impotencia a ese personaje, pero se lo impedí. Afortunadamente pudo comprender, en mi mirada, que lo mejor era retirarnos.
Cruzamos el puente con mis pequeños, que no sabían lo que sucedía, y con mi esposo cargando en brazos a nuestra hija envuelta en la toalla. Era una suerte que nos hubiéramos quedado esa prenda.
Del otro lado del arroyo, caminamos hasta perdernos atrás de un gran árbol, junto a la roca donde nos habíamos sentado a esperar. Mi esposo trataba de calmar a nuestros hijos, yo me dedicaba a observar a aquel que nos negó la ayuda. Cuando apagó la luz y se fue, le dije a mi marido que volviéramos para verificar que todavía hubiera agua caliente. Ahora sí que la puerta estaba cerrada, no dejaba pasar la luz.
Después de acostumbrarnos a la oscuridad, retornamos sobre nuestros pasos y metimos a los pequeños a la ducha. ¡El agua salía caliente!, era un milagro. Yo los bañaba mientras su padre nos cuidaba del regreso del vigilante que nos despreció.
Parecíamos inmigrantes haciendo acciones ilegales. No lastimábamos a nadie, tan solo queríamos pasar aquella noche y no sucumbir a la enfermedad, pero parecía que no importábamos.
Permanecimos en las tinieblas mientras terminábamos de secar y vestir a nuestros críos. Cuando estuvieron completos, caminamos silenciosamente hasta la puerta, estaba segura de que se encontraría cerrada, tendríamos que rodear cerca de media hora unos parajes difíciles, para llegar finalmente a la ciudad. Fue una alegría suprema el descubrir que estaba abierta. Mi esposo inspeccionó el interior que se encontraba casi a oscuras, escuchó el andar de alguien y nos volvimos sobre nosotros. Corrimos con cuidado de no resbalarnos, apenas nos pudimos esconder junto a la regadera. Una persona había salido y encendió aquella linterna exterior. No había escapatoria, seguro se trataba del señor de la limpieza que nos estaba vigilando, celoso de su trabajo que perjudicaba a los más necesitados.
Era una impotencia terrible la que sentía aquella noche. Deseaba no haber pasado por eso nunca, menos que mis pobres hijitos tuvieran que soportarla.
Se escuchó una puerta cerrarse. Esperamos un par de minutos hasta que mi marido salió a ver lo que sucedía. No había más que un cubo a medio camino, un trapeador y un par de toallas. Se acercó y vio que estaban secas, al final se había apiadado de nosotros.
Con lágrimas en los ojos, en una mezcla de emociones, me metí a bañar nuevamente con mis hijos, pues había pasado un tiempo y estaban helados por el viento. Rápido los sequé una vez que estuvieron calientitos, los volví a vestir mientras mi esposo vigilaba en la mitad del pasillo, como si fuera el señor de la limpieza, junto a su trapeador, esperando la motivación suficiente para comenzar su labor.
Cuando estuvimos listos, dejamos las toallas acomodadas lo mejor que pudimos. Agradeciendo profundamente a aquel sujeto que nos había negado el acceso a las regaderas. Apagamos la luz y entramos al balneario. Ya no estaba todo oscuro, unas cuantas luces nos guiaban directo a la salida.
Mi corazón se salía del pecho, no podía determinar si nos vigilaba a la distancia o si nos lo encontraríamos. Después de un rato caminando como delincuentes en el despoblado balneario, llegamos a la salida. No estaba cerrada con llave, así que la abrimos y nos marchamos. Le agradecí infinitamente a aquel cuidador, ese que parecía tan arrogante e inhumano, no sé qué habrá cambiado en su interior, pero gracias a eso ahora estamos en un lugar seguro.
Nos encontramos en la casa de un primo de mi esposo, él nos ayudará con los gastos del médico y a pasar la noche en uno de los peores momentos que hemos vivido, tanto mis hijos como yo. También mi marido ha sufrido, tuvo que poner en peligro su empleo y aquello que lo hace feliz.
Que bueno que todo salió bien al final, mis tres cachorros duermen plácidamente en una cama, parece que ya no tiene fiebre la menor. Mi esposo y yo los contemplamos desde la distancia, sin saber cómo es que llegamos a ese lugar, dichosos de todo lo sucedido y de que pudimos salir de eso.
Pude escuchar en mi mente un ladrido lejano. Me volví a sentir como la perra de aquella casa, siento que su espíritu fue el que le ablandó el corazón al de la limpieza, sin eso, probablemente mis cachorros hubieran sufrido de hipotermia y no sabríamos que estaría pasando en este momento.
Gracias a todos los que nos han ayudado, no solo las personas, también los animales han mostrado un alma caritativa que nos llena de esperanza para seguir adelante, a pesar de las penumbras y la ansiedad escalofriante que pasamos, en el trayecto helado, con mis cachorros siguiéndome en el sufrimiento.
Todavía veo la imagen de aquella perra en mi imaginación, nunca me abandonó.